Posted by : El día del Espectador noviembre 28, 2013

HIMAR R. AFONSO


Estamos pasando por un momento de auge en la ficción televisiva, llegando a equipararla al cine (“la TV es el nuevo cine”). Tanto es así, que varios son los festivales de televisión en los que, como el cine, se presentan los nuevos trabajos de la temporada en pantallas gigantes. Estos nuevos eventos tienen la ventaja del fenómeno fan, de colectivos ya vinculados al pasado de esas nuevas temporadas de sus series favoritas.

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Más allá de esto, un debate que ha generado estas nuevas tendencias es el de plantear si realmente la ficción televisiva puede ser cine. Ocurre mucho con las películas antiguas que vemos en nuestras casas: siempre será preferible verlas en una sala de visionados con una buena pantalla, porque son productos creados para la gran pantalla. Pero ¿una serie? Diría que las series, no es solo que no sean para la gran pantalla, sino que cada vez se consumen en soportes más pequeños. Es innegable que han mejorado su nivel estético y narrativo, con grandes realizaciones, pero la pregunta que surge tras la finalización de estos festivales es: ¿se aguanta un capítulo de una serie en la gran pantalla?

Estamos hablando de estética, no de narrativa. Yo no he visto una serie en una sala de cine, por lo que no puedo opinar; pero este debate es muy sugerente para reflexionar sobre la estética de la televisión y su valor. Parece que es un buen momento para hablar de un telefilme que produjo la HBO en 1994 y dirigió Chris Gerolmo: Ciudadano X.

El mal que se repite una y otra vez
Diría que esta obra refleja las grandes virtudes que esconden las aparentes limitaciones estéticas y narrativas de la televisión. La obra nos cuenta la entonces reciente historia del asesino en serie ruso Chikatilo (interpretado por el célebre y veterano Jeffrey DeMunn), que se llevó a 52 víctimas antes de que las ineficaces fuerzas del orden de la Unión Soviética lo capturase.

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Narrativa y estéticamente, es una película que jamás habría podido llegar al cine, y me atrevería a decir que nunca fue esa su intención. Las presentaciones de los personajes son muy metódicas y directas y las transiciones son claramente televisivas.

Aún así, no pierde el gusto por el dramatismo y la composición sugerente en ocasiones, generando escenas realmente sobrecogedoras y espeluznantes; y a la vez, una gran preocupación por plasmar el paso del tiempo con la intención de acceder a la angustia y la impotencia de carecer de medios para acabar con la amenaza.

Siendo una clara crítica al sistema policial soviético y reflexionando sobre lo que se podría haber evitado, resulta interesante la manera en que esos dos grandes personajes interpretados por Stephen Rea y Donald Sutherland aprenden a jugar en el medio burocrático y a mover sus fichas en los momentos oportunos para poder alcanzar el objetivo que por momentos no parece ser el mismo que el de los altos mandos, preocupados por no desestabilizar el orden ni perjudicar la imagen de la nación, algo que en nada se diferencia de Occidente.


Una pareja singular
Volviendo a la cuestión formal, parece bastante claro que la obra utiliza los mecanismo televisivos para conseguir el mismo efecto emocional del cine, permitiéndose incluso apariciones estelares como la del gran Max Von Sydow, uno de tantos puntos de giro que renueva las fuerzas para enfrentarse a ese asesino en serie que el público conoce y al verdadero obstáculo personificado en el camarada Bondarchuk (Joss Ackland), quien reformula el sentido del objetivo y el antagonista. Un telefilme que muestra las virtudes de la estética televisiva y sirve para posicionar el debate sobre las posibilidades cinematográficas de la televisión; porque la televisión tiene sus propios códigos de identidad.

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