Posted by : El día del Espectador marzo 04, 2013


HIMAR R. AFONSO



No supone nada nuevo hablar de una película tan icónica del cine español como Surcos (1951), de José Antonio Nieves-Conde, pues debe haber un millar de análisis de ella con más fundamento que el que se le pueda dar hoy. Pero no deja de ser interesante que un falangista dirigiese una película que recurre a temas tan frecuentes en su momento entre el sector artístico más progresista, y el hecho de que la gran María Asquerino haya fallecido hace unos días (la noche del 26 de febrero), a sus 85 años, otorga a este análisis algo más de pertinencia.

Si algo ha caracterizado al cine español, es su reflexión sobre el contexto social que dejó la historia reciente del país, la guerra y el atraso económico y cultural. El provincianismo y “el pueblo” como identidad nacional merecieron la atención de un cine que era consciente de la realidad de España y que debía luchar con la gran cadena franquista de la censura, una lucha que casi podría decirse que se convirtió en otro tipo de arte, “el arte de esquivar la censura” (véase cualquier película de Fernán-Gómez, Berlanga o Bardem, por poner ejemplos). Y en este camino narrativo y crítico aparece Surcos, una película que cuenta la historia de una familia numerosa que deja el campo para establecerse en la ciudad, tratando de salir de la miseria (y con un final que deja un mensaje algo fatalista, opuesto claramente al, en teoría, progreso industrial).

El desarrollo toma una serie de vías muy sólidas en cuanto a establecer subtramas con los distintos miembros de la familia, manteniendo como nexo el objetivo de todos ellos de traer dinero a casa o de prosperar. Así, la narrativa toma la vía costumbrista del cine de la época, en la medida en que se detiene a mostrar las diferencias culturales y el contraste entre la industria urbana y la mano de obra rural, por así decirlo, donde palabras como “cualificación” o “remuneración” se tornan extraños vocablos urbanos que nada tienen que ver con ellos, que solo quieren trabajar y salir adelante. A esto añadimos una voluntad extrema de establecer jerarquías culturales entre los miembros de la familia y, sobre todo, entre el hombre y la mujer, para lo cual juega un papel importantísimo el espacio físico (cocina, salón, puesto de trabajo) y la relación de los personajes, con un “tira y afloja” en cuanto a la autoridad; igual podemos ver a la madre recriminando e incluso humillando a uno de sus hijos, como al padre abofeteando a su mujer (no es el único que lo hace ya que, en esta película, las bofetadas se regalan).

Dentro de todas estas dinámicas el relato va elaborando una estructura del género negro norteamericano que aparece inesperadamente y resulta fuerte y contundente. Realmente, Nieves-Conde y Gonzalo Torrente Ballester (junto a Eugenio Montes) consiguieron algo innovador y brillante: adaptar el género a la realidad que conocían y a las estructuras cinematográficas de su cine, valga la redundancia. Si a esto unimos una violencia explícita considerablemente brutal para su momento, al igual que la agresividad del desarrollo del drama, y asumiendo con una honestidad pasmosa la realidad de la violencia de género y su aceptación cultural (lo cual no significa que sus protagonistas la aceptasen -buen ejemplo el personaje de María Asquerino-), convierte esta película en un documento histórico más que significativo, altamente recomendable.

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