Posted by : El día del Espectador diciembre 23, 2013

HIMAR R. AFONSO


Hace 25 años -que se dice pronto- del estreno de la que posiblemente sea la mejor película protagonizada por animales de toda la Historia: El oso.

Jean-Jacques Annaud, quien dejó a todo el mundo deslumbrado por su capacidad para construir un relato nada más y nada menos que con dos osos pardos (volvería a hacerlo con tigres en Dos hermanos), dejó para la posteridad un cuento de fábula y con moraleja, solo que hecho en imagen real. Esto no solo le permitió conectar con el público de forma más directa que cualquier obra de animación -la empatía con un personaje Disney, por ejemplo, se basa en la personificación de esos animales a través de arquetipos, mientras que en El oso se establece un diálogo entre el animal salvaje a un lado de la pantalla y el ser humano al otro-, sino que pudo articular un discurso ideológico a través de la edificación de un pasado para un pequeño oso que es “rescatado” por una pareja de cazadores furtivos. Ese pasado, vinculado al de un gran oso implacable que vaga por las llanuras buscando comida, posiciona el filme a favor de los animales salvajes, estableciendo un mecanismo de “buenos y malos” y un tratamiento de la historia bajo el modelo de la aventura.

Quizás ahí es donde reside el secreto de esta obra, en el uso de un género adaptado a los recursos estilísticos de un autor con la necesidad de atravesar la frontera que separa los niveles superficiales de los internos en la aventura. Dicho de otra manera, la posibilidad de desarrollar una historia narrativamente emotiva y capacitada para proponer una serie de discursos más allá de ese primer nivel del relato. Y para eso, era imposible acudir a la animación, puesto que el carácter pausado y melancólico de las secuencias de los humanos, incapaces de entender la Naturaleza, frente a las peripecias de ese oso aventurero y persistente o la nobleza de una bestia salvaje, era imposible de realizar con dibujos animados.

Más aun, resulta sobrecogedor el desarrollo de ese pequeño oso huérfano que, pese a las adversidades, lucha por alcanzar sus humildes objetivos, encarnando la inocencia del indefenso situado en una tierra hostil (lo salvaje) y corrompida (lo humano). Un Ser Humano cuya superioridad terrenal se verá desafiada por las circunstancias, desmoronándose en última instancia y rindiéndose ante las buenas artes de un modelo del “monstruo” como mito, un monstruo que deconstruye su propia configuración estética y narrativa y perdona al hombre derrotado.

Globalmente, podemos deleitarnos con planos generales de montañas y ríos, u otros intimistas en los sueños del oso; o esos momentos en los que espía a los adultos. Un híbrido estético que compone el universo de lo exótico y de lo cotidiano, y que nos anima a acompañar a los protagonistas en su búsqueda universalmente reconocida y reconocible, en su aventura eternamente joven.

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