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Posted by : El día del Espectador
agosto 16, 2013
Hace ya
cuatro años que Ulrich Seidl concibió su particular visión del paraíso a través
de las experiencias de tres mujeres de la misma familia. El proyecto se fue
haciendo cada vez más grande obligándole a fragmentarlo en tres películas: Amor, Fe y Esperanza en las que
se abordan temas como el fanatismo religioso, el primer amor o el turismo
sexual. Concebidas para ser estrenadas casi simultáneamente, la primera de
todas nos cuenta el viaje que Teresa hace a Kenia en busca de los llamados beach boys, keniatas que ofrecen “amor”
a cambio de dinero.
Seidl
plantea al espectador un juego de roles de dominación sexual, de poder y
económica que cambia continuamente, invirtiéndose o pasando de una persona a
otra. Por un lado nuestra protagonista, al principio tímida y reacia, es
arrastrada a la cama por un persuasivo joven aunque se arrepiente en el último
momento y quiere dejarlo. Lo increíble es cómo el chico rebaja a Teresa a nada
más que un cajero automático bajo la fachada del “amor”. El espectador siente
una enorme empatía con este personaje “cosificado”, concebida únicamente como
una herramienta con la que llegar a un fin. Pero su ingenuidad no acaba aquí:
Teresa conoce a Munga, mucho más amable, cariñoso y hábil. La conquista se hace
efectiva rápidamente confiriendo a Munga un poder mucho mayor del que tiene
ella: consigue que Teresa le vaya entregando fajos de billetes a cambio de
mentiras burdas (al menos para el espectador). Munga tiene el control absoluto
gracias a su cuerpo y a su savoir-faire
de beach boy curtido en el arte de la
manipulación. Pero la dominación acaba y se invierte drásticamente cuando
Teresa descubre que la supuesta hermana de Munga no es si no su mujer. Un
personaje hasta entonces afable y entrañable
se convierte de improviso en uno distinto, agresivo y consciente de
“superioridad” europea frente al africano. Los beach boys a los que hasta el momento ha considerado como personas,
a pesar de la presión general, pasan a
ser puros objetos. Y lo peor es que Teresa se considera en posición de
poder convertir en objeto a cualquier africano que se precie, como el pobre
recepcionista del hotel al que intentará obligar a realizarle un cunnilingus
ante el evidente rechazo de él. Teresa se transforma en un monstruo
colonialista, racista incluso, imbuida de una inexistente superioridad con la
que puede hacer de todo. Por otro lado el problema también está en la
mentalidad africana de querer complacer continuamente al occidental con tal de conseguir unas
monedas.
La forma en la que Seidl “cosifica” primero a unos y
luego a otros es lo que dota a la película de interés, cómo la naturaleza humana
puede ser manipuladora con los demás. Improvisada cada día, Amor se ha ido construyendo sobre la
marcha gracias a una inteligente mezcla de actores no profesionales como Peter
Kuzungu (Munga), verdadero beach boy,
y actrices de teatro como Margarethe Thiesel (Teresa) o Ingue Maux (su amiga).
La única de la trilogía seleccionada en Cannes, Amor plantea un inicio interesante en esta búsqueda del paraíso que
cada uno entiende de maneras distintas pero que puede transformarse rápidamente
en infierno.
NOTA: 7