Posted by : El día del Espectador julio 12, 2012



HIMAR R. AFONSO

El cine independiente americano o cine independiente USA, ha evolucionado en su dinámica para incluir a su temática social e intimista el cine de género, manteniendo su estilo y estética austeros, su ritmo despojado de limitaciones comerciales y consiguiendo, así, pelear por un hueco junto al abanico de propuestas más y menos comerciales del actual postmodernismo. Autores como Darren Aronofsky (con más renombre, quizás), el habitual documentalista Kevin McDonald o el original Michael Gondry, junto a otros autores más consagrados y reconocidos como Wes Anderson, Jonas Mekas o David Cronenberg (quien no siempre acude a la producción norteamericana), conforman el núcleo activo de cineastas independientes de Estados Unidos. Junto a ellos siempre hay aportaciones esporádicas de autores que se acoplan a las posibilidades que Hollywood les permite y que la audiencia les consiente, como es el caso de M. Night Shyamalan y La joven del agua (Lady in the Water, 2006) o Peter Weir con Camino a la libertad (The Way Back, 2010), que ni si quiera contó con alguna de las majors.

Dentro de este elenco de autores independientes, cineastas reconocidos y películas con similitudes en la estética o en la producción, podemos destacar a un director que poco a poco se está labrando un nombre y un hueco entre los privilegiados que luchan por mostrar sus películas: Jeff Nichols. Su obra es joven y escueta aún, formada por dos películas: Shotgun stories, estrenada en 2007, y Take shelter, del 2011. Con estas dos obras ya se puede contemplar algunas de las aptitudes de Nichols, uno de esos directores capaces de traducir los pocos recursos técnicos en interesantes aportaciones artísticas, mostrando además una original capacidad creadora con dos guiones totalmente dispares y, francamente, difíciles de encajar en grupos o movimientos, o de etiquetar en algún género, teniendo no obstante características de varios de ellos.

De alguna manera, los dos filmes estrenados por el director norteamericano representan las dos caras de la moneda, dos historias concebidas desde puntos de partida contrarios, en lo que a la construcción del relato se refiere. Nichols comienza su andadura en el cine con una historia de violencia entre hermanastros que representaron para su padre momentos distintos y contrarios de su vida; los hermanos protagonistas, capitaneados por el indomable Michael Shannon, son los “huérfanos” de la historia, los hijos abandonados por su padre para vivir una vida mejor y crear otra familia; criados por una madre insoportable y mezquina, estos tres hermanos carecen del cariño que la sociedad brinda a las familias ideales y solo les cimienta el amor y la unión entre ellos. Todo se desata cuando se enteran de la muerte de su padre y acuden al entierro, donde está la actual esposa de él y sus hijos, y Son, el mayor de los tres hermanos (Shannon), decide manchar la imagen de su padre antes de despedir al cuerpo; a partir de aquí comenzará una serie de enfrentamientos cada vez más violentos entre hermanastros (viven todos en el mismo pueblo), respondiendo a unas consecuencias causadas por el rencor contenido, la ruptura familiar y la marginación social. Siendo un filme de ritmo pausado y estética indie, posee las características del cine de género y una estructura clásica, todo lo contrario de Take shelter, una obra que raramente te facilita la comprensión de su cometido durante su desarrollo y que deja que tu mente reflexione en la “resaca del visionado”. Con Shannon interpretando nuevamente al protagonista, Take shelter cuenta la historia de un hombre, Curtis, que comienza a tener sueños y alucinaciones que le advierten de una gran catástrofe en la que se puede poner en peligro a su familia: su esposa Samantha y su hija sorda de seis años, Hannah. Todo esto se insinúa vagamente durante la película, donde vamos viendo cómo Curtis oculta sus preocupaciones y comienza a tener comportamientos extraños con su familia y con su amigo y compañero de trabajo Dewart (Shea Whigham), planteándose al final si existe algún peligro o si el peligro es él mismo.



Lo que muestra este plantel es un importante conjunto de diferencias entre las dos obras de Jeff Nichols que, sin embargo, mantienen también sus similitudes. Comenzando por su ópera prima, la genialidad de esta historia sencilla y correctamente estructurada desde un punto de vista clásico, reside en estilizar los acontecimientos y la profundidad de los personajes mediante la insinuación: en distintas escenas intrascendentes podemos ver la conexión sencilla y clara de los tres hermanos, sin necesidad de situaciones dramáticas ni llantos para el escaparate; mediante una escena fría y bastante dura entre Son y su madre, entendemos la relación entre ellos y podemos imaginar la situación familiar que vivieron, sin necesidad de flash-backs ni menciones literales; y lo más interesante, las escenas de violencia ocurren fuera de campo, no es importante el impacto de un bate contra las costillas ni el navajazo en el estómago, sino la reacción de los personajes y las decisiones que van tomando, a veces presas del odio y el rencor y a veces presas de la compasión y la desesperación. Realmente, Nichols se sirve de una “historia de escopetas” como plataforma para plantear temas como los problemas familiares, la violencia o el dolor por un pasado que no se quiere recordar pero que repercute constantemente en nuestras actuaciones; y he aquí el secreto de Shotgun stories, en plasmar en la pantalla lo mismo que debe sacarse de ella. Nunca se habla del pasado de los personajes (salvo en el entierro y de forma ambigua) pero las constantes insinuaciones, que además aportan una elegancia artística propia de colosos como Clint Eastwood (en Gran Torino -estrenada un año después-, por ejemplo), propician la construcción de una fábula en la que te das cuenta de que el rencor y la violencia que genera el no perdonar da pie a situaciones fuera de control y consecuencias innecesarias y trágicas.

El director de Arkansas se vale, en esta primera obra, del conflicto externo, lo cual es totalmente contrario en su segunda película, donde la historia se fundamenta en el conflicto interno que tiene Curtis, presa del pánico que le generan estos sueños y alucinaciones que le advierten del peligro que corre su familia unido a la sensación de que nadie más tiene esa preocupación, moviéndose así en un limbo entre la locura y la premonición del cual es prácticamente imposible salir. La dificultad de este filme y, por tanto, su mayor interés, está en la escasez de información que se da al espectador (lo mismo que en Shotgun stories), de manera que se conecta más directamente con el protagonista, ya que tampoco sabe qué le esta sucediendo exactamente; a esto añadimos el golpe maestro de guión materializado en una hija sorda de seis años, que abre nuevas ramificaciones a la historia, ya que se trata de una niña con una discapacidad que necesita de la ayuda de sus padres para poder ser a la larga totalmente independiente, lo cual hace que el conflicto moral de Curtis sea mayor, ya que su principal preocupación es la protección de su familia, pero que comienza a entender que también puede ser el mayor peligro, sobre todo a partir de la fantástica escena del comedor donde Curtis condena su estado frente a la sociedad en una demostración por parte de Michael Shannon de ferocidad interpretativa conmovedora. Este momento volcará todo el relato hacia una mayor claridad, deleitándonos con uno de esos finales que te sacan una sonrisa por su capacidad para descolocarte del asiento por conseguir ser impredecibles mediante una premisa totalmente predecible.

Y es así como dibujamos el perfil de Jeff Nichols, un director con mucha capacidad narrativa e interesantes recursos artísticos, dominando a la par las historias que cuenta y el subtexto que en ellas reside, mostrando habilidad en el mundo del conflicto externo y del conflicto interno, con una estética y un tempo con semejanzas a la ya mencionada Gran Torino de Eastwood o a Una historia de violencia de Cronenberg (en el caso de Shotgun stories) o a Señales de Shyamalan (en Take shelter), o al aire seductor y confuso de Picnic en Hanging Rock, de Peter Weir o La ventana secreta, de David Koepp. Siendo, evidentemente, un autor novato aún, con mucha carrera por delante, debemos rendirnos a su valiente propuesta y a su “buen hacer”, destacando una vez más la fuerza narrativa y dramática de su película que aconseja “reguardarse”, donde cabe reflexionar sobre si debemos resguardarnos del exterior o de nosotros mismos, y esperando ansiosos su próximo trabajo, Mud, previsto para este año.

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