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Posted by : El día del Espectador
enero 18, 2014
HIMAR
R. AFONSO
El
análisis que pueda hacerse sobre la última película del noruego Joachim Trier (primo
lejano de Lars, y menos conocido) tendría bastante sentido si se comparase con El fuego fatuo (Le Feu Follet, 1963), de
Louis Malle, o por lo menos si se tomase como punto de partida. Sería un
análisis historicista que el que aquí escribe no está en disposición de
realizar. Por otro lado, parece que una
de las virtudes de Oslo, 31 de agosto
–y, probablemente, lo que evita que se le etiquete de remake- es su capacidad para
separarse contextualmente de su “predecesora”, y articular un nuevo discurso en
otro entorno, que es concreto y, al mismo tiempo, universal.
Por
ello, me tomo la libertad de ahondar vagamente en el objeto en sí, sin atender
en esta ocasión a su papel histórico, como obra reinterpretada en lo que
podríamos llamar una “memoria cinematográfica”, un determinado recorrido
evolutivo si se quiere, y centrarme en la posición cultural que toma un
discurso social en un momento concreto.

Ese
contraste, el del descenso de Anders frente a su firmeza en lo que respecta a
otorgarse responsabilidades, o el de Oslo como paraíso idealizado -de hecho, la
película muestra verdadera ternura por la ciudad- frente a la realidad del
protagonista de Oslo, 31 de agosto,
es el mismo que presenta la capital noruega en el contexto europeo. Realmente, cuando ves Oslo por primera vez, entiendes
el significado de economía sostenible, de la sostenibilidad de un mundo
cosmopolita que convive con la
Naturaleza; y tras varios días, sorprende el contraste con su sociedad, esclava del alcoholismo y la
depresión. Y en última instancia, entendemos al protagonista perdido y
desamparado como el producto de la sociedad. Realmente, pese a los intentos de
Anders por liberar a la sociedad de la responsabilidad de sus decisiones, se ve superado por la propia película, que insiste
una y otra vez en la idea de que “somos producto de la sociedad”. Y aun así, reflexiona sobre el límite en el que uno
mismo debe dar los pasos oportunos para superar el juicio social (la escena
de la entrevista de trabajo) o la culpabilidad (el amante de Iselin).

Con
una soberbia capacidad narrativa, Joachim Trier trae a España una obra que
permite celebrar la presencia de una generación de cineastas noruegos que,
desde Elling de Peter Naess, muestra
evidencias de ser una cinematografía a tener en cuenta. Con un promedio de 20
producciones al año, Noruega parece estar presente en el cine escandinavo desde
mediados del Siglo XX y, aunque con menos relevancia que el danés, es evidente
que obras como Oslo, 31 de agosto tienen mucho de lo que presumir.