Posted by : El día del Espectador diciembre 17, 2013

HIMAR R. AFONSO


Hay una serie de temas universales tremendamente recurrentes en la construcción de un relato audiovisual: el maltrato a la mujer, el holocausto, la pobreza... o, últimamente, la esclavitud. Solo el año pasado vimos dos propuestas diferentes -Lincoln (Spielberg) y Django desencadenado (Tarantino)- sobre la esclavitud en Estados Unidos durante el Siglo XIX. Con 12 años de esclavitud, la última película de Steve McQueen -quien, por cierto, había recurrido anteriormente a algunos de estos “grandes temas” (Hunger y la huelga de hambre; Shame y la adicción al sexo)- se aborda esta cuestión desde el que, quizás, sea el otro punto de vista que buscaba su propia exposición.

En este sentido, el tratamiento que da McQueen a las historias, no tanto a través de modelos genéricos como de su personal concepción de las mismas, hacía inevitable que 12 años de esclavitud fuera la película que es, y articule un discurso arquetípico que entiende el drama que envuelve a las personas como un acceso a las emociones exento de demagogia sentimental, entendiendo las facilidades narrativas que proporciona el tema como una condición real de conexión con el espectador y no como un truco sensacionalista de empatía babosa y superficial.

Esto permite trascender el castigo físico (exterior) a planteamientos conceptuales que tienen que ver con los límites que un ser humano está dispuesto a soportar, con la decisión de sobrevivir, y si eso va directamente relacionado con la idea de “vivir” o no; y hasta qué punto somos capaces de renunciar a las cosas esperando vernos recompensados dentro de un sistema cerrado e inamovible. Como la pequeña Patsey, que pese a haberse planteado el suicidio, juega sus cartas para tratar de mejorar una situación insoportable dentro del ecosistema que les han impuesto. Las motivaciones tienen que ver con la pura y absoluta esperanza de que en algún momento tendrás una oportunidad; siempre.

¿Cómo, si no, entender ese descenso moral de un ser que pierde toda su dignidad, que se niega a sí mismo de forma consciente, a pesar de la injusticia? No es (solo) por el miedo al castigo físico y a la muerte, que es el motor con el que las fuerzas tiránicas les someten (les “domestican”) y consiguen romper sus conexiones evitando la sublevación, sino por la esperanza, por esa “resistencia interna” de la que el propio McQueen ha hablado en varias entrevistas.


Así, pese a haber penetrado en los circuitos hollywoodenses y sonar fuerte (y muy fuerte) para los Oscar, existe una continuidad formal entre este trabajo, Shame y Hunger, si bien es cierto que se han moderado esos mecanismos. Pero no renuncia McQueen a los planos largos que obligan al espectador a mantener la angustia sin descanso (son muy numerosas este tipo de secuencias), y otros elementos como la banda sonora (y el uso del sonido, el encabalgamiento con otras secuencias) no 'melodramatiza' la historia en un sentido ventajista, ni mucho menos; además usa la estética para ser autoconsciente del propio discurso, cuando Solomon mira casi sin darte cuenta a cámara. Por otro lado, la configuración de unos personajes malvados con los que la película no intenta empatizar (lo cual no quita que tengan diversas dimensiones, alejándose de lo que sería una caricatura), posiciona al filme no en una postura reivindicativa -ya que se trataría de otra película- pero sí sin miedo a representar la esclavitud como una manifestación terrenal de la maldad: ya sabemos que la esclavitud fue terrible, así que no vamos a denunciarlo; pero tampoco vamos a obviarlo.

Leave a Reply

Subscribe to Posts | Subscribe to Comments

- Copyright © El Día del Espectador - Date A Live - Powered by Blogger - Designed by Johanes Djogan -