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Posted by : El día del Espectador
octubre 23, 2013
HIMAR
R. AFONSO
Llegó
la quinta edición de la Fiesta del Cine y, con ella, los precios de
ensueño para disfrutar de esa experiencia mística, espectacular
y colectiva que es el visionado de una película en una sala de
cine.
En
mi caso, asistí al primer día de esta curiosa “fiesta” para ver
Caníbal, de Martín Cuenca, ya que la tenía pendiente
(película que, dicho sea de paso, recomiendo a todo el mundo, a
pesar de que a mi compañero Hugo Mugnai no le agradó en exceso). Si
bien el año pasado hubo bastante movimiento del público ante la
iniciativa, parece que la posibilidad de conseguir la acreditación
online ha triplicado notablemente la asistencia de espectadores. Tan
notable como que se me quitaron las ganas de repetir. En mi caso,
pude ver cómo Kinépolis sufría un desborde de aforo posiblemente
histórico, con colas que rellenaban el espacio como la serpiente del
mítico juego Snake. Y este desborde no fue menor en la red,
pues las páginas se colapsaron y tuvieron que reabrir el sistema de
acreditaciones. González Macho, presidente de la Academia de Cine,
ha resaltado que no sería viable mantener los 2,90€ en las
entradas de forma permanente, debido a los impuestos, pero ha
apuntado que el efecto causado en el primer día de la Fiesta del
Cine (una asistencia a las salas cinco veces mayor de lo normal)
merece ser tenido en cuenta por la industria.
Yo,
personalmente, voy suficientes veces al cine como para volver a pasar
la terrible experiencia de hacer colas interminables, sudar hasta
conseguir mi entrada y contemplar a la sociedad en plena
efervescencia consumista por un pase de, eso sí, precio memorable.
Sin embargo, este pequeño fenómeno me hace reflexionar respecto a
la situación actual de la cultura y la sociedad, de los nuevos
hábitos de consumo y las nuevas fórmulas narrativas. Es evidente
que el cine pasa un mal momento, pero no lo audiovisual. Hace un
par de semanas pude escuchar a Pablo Berger que nos eoncontramos en
la época en que más contenido audiovisual se consume en toda la
Historia, sugiriendo que, pese a la crisis económica y a las
evidentes dificultades de la industria, hay que ser optimista. Que la
convergencia de medios ha precipitado nuevas fórmulas narrativas
para la ficción televisiva y para el cine, es incuestionable, y los
múltiples nuevos soportes diversifican exponencialmente las vías de
consumo de las películas. La cultura de la convergencia ha
cambiado las reglas del juego y nos presenta un panorama más bien
poco alentador para quienes estrenan obras en cines y festivales.
Los nuevos medios están lejos de las salas, están ahí fuera e
interactúan con los consumidores...
Mi
posición es un tanto escéptica ante este cambio cultura y social
que vivimos. Afirma Henry Jenkins, gurú del transmedia, que los fans
son ahora el centro de la cultura, ya que su poder es mayor que el de
los productores de la industria. Nadie puede negar que el perfil
del consumidor ha cambiado y, consecuentemente, las propuestas
narrativas. La televisión lo tiene más fácil para adaptarse a
los nuevos mercados, ya que la publicidad sigue siendo su principal
herramienta, pero el cine no. El cine depende de que la gente esté
interesada en ver las películas en una pantalla gigante, y entre
tablets, smartphones y circulación online, parece que dicho interés
se acaba, y el cine se agota.
Pero
entonces llega un afortunado evento como el de estos días y todo
este discurso transmediático se contradice. De repente -¡Oh
Dios!- la gente ha ido al cine. Borraron sus descargas en calidad
screen y fueron a ver Prisioneros; cogieron a sus hijos
y sobrinos y los metieron en Turbo o Justin y la espada del
valor; dejaron su iPad 5 para rendirse ante el Dolby Surround y
el 3-estafa-D. Creo que ha quedado demostrado que la gente
prefiere ir al cine antes que ver las películas en el ordenador o en
la tele. Por supuesto, habrá de todo, pero dudo que nadie pueda
discutir que no es comparable la experiencia de una pantalla gigante
a la de un televisor u ordenador portátil... o algo peor. No es
cuestión de tamaño. En cuanto a los hábitos de consumo, no seré
yo quien niegue el cambio de la sociedad, el cambio cultural en
cuanto a la relación de los ciudadanos con las industrias
culturales, la convergencia de medios, la inteligencia colectiva, la
interacción, los nuevos soportes... es evidente que todo eso existe,
y quizás dentro de cinco generaciones (dudo que antes) me tenga que
tragar mis propias palabras. Pero si me preguntan “¿por qué la
gente va menos al cine?”, no pondré en primer lugar la
transformación social, el cambio cultural o generacional. Pondré en
primer lugar el factor económico.
El
cine es caro. El impuesto del 21% es una puñalada realmente
violenta, sí, pero el cine es caro. Me han argumentado alguna vez
que, en proporción con lo que cuestan las películas, ir al cine es
incluso barato. En tal caso, entramos en otro tipo de debates
respecto a si es ético o no gastarse 200 millones de dólares en una
superproducción de dudosa calidad artística -y lo dice uno que se
ha visto la mitad de la factoría Márvel-. No quiero entrar en
demagogia barata ni meterme en pantanales, pero si el problema reside
en lo caro que resulta levantar una producción, mi solución es la
siguiente: no gastes tanto. El derroche en muchas ocasiones no está
justificado. El cine es caro y los tiempos, difíciles; la gente iría
todos los fines de semana al cine por cuatro o cinco euros; por nueve
o diez (en el mejor de los casos), no.
Por
tanto, solo puedo decir que el cine no se agota, aún no. Pese a las
nuevas tecnologías y los nuevos hábitos de consumo, sigue sin
superarse la experiencia de ir al cine; pese al fácil acceso a los
contenidos y al mal momento de la industria, la gente elegiría antes
una sesión en sala a un ordenador; a pesar de todas las
dificultades, lo audiovisual sigue creciendo; pese a todo, el cine
aún está vivo.