Posted by : El día del Espectador noviembre 22, 2013

HIMAR R. AFONSO


SEMINCI ha sido embajada de diversos países para presentar sus películas en un festival que cumple su edición número 58, una edición que nos ha sorprendido con la Espiga de Oro para el remake La familia de Tokio, de Yoji Yamada, quien ha querido homenajear Cuentos de Tokio y dedicárselo a su maestro Yasujiro Ozu.

Normalmente, hacer un remake de una película exitosa suele traer consigo diversas corrientes de opinión, desde quienes aprueban una nueva propuesta, pasando por escépticos y contrarios a repetir algo que “es perfecto ya”, o quienes directamente no muestran interés alguno. Pero en este caso es algo más, porque Cuentos de Tokio es considerada una de las películas más importantes de la Historia, por lo que su remake podría ser interpretado incluso como un acto de arrogancia y desafío; probablemente así sería de no ser porque el responsable de La familia de Tokio es Yoji Yamada, cuya obra alcanza las ochenta cintas y es discípulo directo del maestro Ozu. De alguna manera, podría decirse que si había alguien apto (ya no capacitado) para hacer este remake, era él. Además, contrariamente a lo que sugeríamos más arriba, la película está hecha con sumo respeto y veneración a su referente, con algunos planos idéntico y sin apenas cambios en la historia; incluso, por si quedaba alguna duda, en los créditos finales aparece un rótulo en el que se dedica la obra a Y. Ozu.

Este constante homenaje sirve de principal razón de ser de Una familia de Tokio, cuya humildad y sincera veneración la hace entrañable; eso y la excusa del 50 aniversario de la obra original. Sin embargo, ¿es posible encontrar algún otro motivo para realizarla? Porque, a menudo, los remakes se aprovechan de los años para generar un nuevo discurso con la misma historia acudiendo a los nuevos códigos y el nuevo contexto.

En este caso, pasa algo parecido, pues la historia se desarrolla en el Tokio actual. Eso ya implica un entorno más hostil si cabe para esos padres que vienen a visitar a sus hijos, en la medida en que los pueblos de montaña no han ido a la par en el desarrollo económico. Este Tokio posmoderno, tecnológico y superpoblado modifica de alguna forma el contexto narrativo. Queda la pena de que esta modificación no se perciba en el discurso en forma de cambio, sino en una intensificación de las ideas de Cuentos de Tokio, del cambio generacional, el paso del tiempo y el sentimiento de insignificancia ante un mundo tan vasto, tan diferente. Quizás tenga que ver con que, a pesar de los cincuenta años de diferencia, la sociedad japonesa afincada en los pueblos no ha avanzado tanto respecto al veloz desarrollo de la metrópolis; y en este caso, sí cabe una nueva reflexión respecto a las diferencias económicas entre el mundo urbano y el rural, tomando como escenario una capital mundial referente en tecnología y nuevos mercados, e interactuando con el discurso costumbrista de la obra original.

Kazuko e Isao, dos actores a la altura del proyecto


Si a esto añadimos unos actores francamente buenos, de dilatadas carreras, y una puesta en escena bastante talentosa, parece que el director de El ocaso del samurái ha realizado un muy buen ejercicio que, en última instancia, muestra claros signos de respeto y admiración y un gusto exquisito que hace olvidar, a todos los efectos, cualquier cuestión sobre la necesidad de hacer o no un remake de Cuentos de Tokio.

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