Posted by : El día del Espectador enero 30, 2013


HIMAR R. AFONSO



La última película del director más legendario de Hollywood parece abrir nuevas dimensiones de un cineasta que ha acusado la falta de crédito artístico (si así puede llamársele) que la saturación de edulcorante le ha condenado. No es desprecio, por supuesto, sino cierta desacreditación por esa aparente constante en su obra (de más de tres décadas) que a ratos se agradece, pero que se suele rechazar en la misma medida.

Lincoln es, no obstante, una obra interesante que decide definir lo que era el mítico presidente en el periodo de tres meses que cristaliza con la abolición de la esclavitud (una causa muy noble); sería pertinente pararse a pensar en las múltiples dimensiones que caracterizaron la vida y la “obra” de Abraham Lincoln, si de definirle se tratase, y no utilizar la nobleza de una nueva enmienda para la Constitución de los Estados Unidos como excusa para agrandar (aún más) su figura. Pero lo cierto es que esto tampoco es lo que busca la película al ciento por ciento.

Spielberg vuelve a trabajar con Tony Kushner (guionista de Munich [2005], una de las películas más crudas del director de E. T., el extraterrestre [E.T.: The Extra-Terrestrial, 1982]) para conseguir un guión que trata de ser, ante todo, riguroso. Contra todo pronóstico (debido al tema), Spielberg no recurre indiscriminadamente a las creaciones de John Williams para el 85% de la película, ni hace algo que ya hayamos podido ver en Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998) o en la reciente Caballo de batalla (War Horse, 2011); el director de Tiburón (Jaws, 1975) evita en la medida de lo posible la épica en una película con muchas más sombras que luces. Y ahí está su mayor fortaleza, en la doble mirada de un acontecimiento puro en intención a la vez que corrupto en la ejecución, del conflicto entre integridad y política, de luces en lo público y sombras en lo privado, todo sustentado en la figura de Lincoln, un Daniel Day-Lewis simplemente impecable, capaz de abrir las dimensiones tan conflictivas del propio personaje, y alejándose acertadamente de la sucesión de discursos emocionantes y sin materia. El relato no trata de emocionar con mensajes simplistas y primarios, realmente se le otorga una mayor complejidad en cuanto a las premisas en las que se basaron para aprobar la enmienda.

Y en esta línea, la película se convierte en una serie de largas conversaciones políticas, en movimientos de estrategia y debates acalorados que serían realmente tediosos si no estuviera quien está detrás de las cámaras. Si hay algo innegable es que Steven Spielberg sabe contar una historia, y ésta va sola, las escenas fluyen con una elegancia admirable y el uso de la banda sonora (volvemos a ella) está mucho más restringido, de manera que realiza su función con buena nota en un doble carácter: por un lado la “trompeta americana” tan apropiada para estas historias, junto al suspense de los momentos clave; por el otro, acudimos al drama, la música se torna o bien trágica (estamos en guerra) o bien alegre, en la que reside la clave del filme; porque los temas irlandeses se utilizan para las feas artimañas que realizan los hombres del gabinete de Lincoln, generando un fuerte contraste entre la gracia de los métodos y de las escenas con lo que realmente están haciendo (¡comprar votos!); eso es lo que eleva Lincoln a una película mucho más madura, calmada (Spielberg utiliza una importante cantidad de planos fijos y largos, además de sus habituales panorámicas), que no quiere ser grandiosa (¿o sí?), pero que asume su papel importancia.

Por supuesto, esta elegancia se consigue también con el trabajo de Kaminski y esos planos spielbergianos que juegan con las luces, generando un lirismo visual extraordinario, con planos tras las cortinas o frente a la ventana. Extraordinario. Un ejercicio que nos muestra las dos caras del director, pues sigue siendo sorprendente que E. T., Encuentros en la Tercera Fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977) o Caballo de batalla las haya dirigido el mismo cineasta que hiciera La lista de Schindler (Schindler´s List, 1993), Tiburón o Munich. Con su último trabajo, parece encontrarse el director que hay en medio de ambas vertientes, pues sin tener (ni por asomo) la crudeza de sus obras más duras, sí que accede al rigor y a la elegancia visual para mezclarlo con la épica y el humor entrañable necesario en un a película de Spielberg. Una obra muy recomendable.

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  1. Un gran personaje, en su faceta política y personal, pero demasiado charleta, en esta versión, un vara, sermoneador, y a ratos incluso un tanto lunático. Y todo en esa manera tan Spielberg, de resaltar emociones de forma descarada a través de la música, de abrazos del 'todosjuntosporfin', tan impositivo en sus sentimientos... Pero un personaje como Lincoln no puede producir una mala película y de estas tampoco Spielberg sabe hacerlas. Un saludo!

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  2. Es cierto que Spielberg suele caer en esa cierta "alegría edulcorada", pero creo que aquí no es negativo, lo combina bastante bien con la parte sórdida de los fraudes políticos. Un saludo!
    (Himar R. Afonso)

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