Posted by : El día del Espectador septiembre 16, 2012


 HIMAR R. AFONSO

       
 El análisis de la película de 1968 de Norman Jewison, The Thomas Crown affair (El caso de Thomas Crown, en España) y el remake de John McTiernan de 1999 con el mismo título (El secreto de Thomas Crown, en España), sirven de ejemplo para comentar una serie de variaciones estilísticas que ha experimentado el cine de Hollywood desde la década de los sesenta, en la que el sistema de estudios dejó de existir como tal, hasta hoy en día donde, después de todo, la estructura narrativa y los principios de continuidad se mantienen bastante intactos (principalmente en el cine comercial). Así, conviene analizar en primer lugar los principales aspectos narrativos de ambas obras para centrarnos después en la ejecución, en la realización.

            El argumento de la película original es sencillo: un ejecutivo millonario tiene pocas motivaciones en su vida, así que decide experimentar emociones fuertes robando un banco. Una premisa interesante, ya que un millonario con todo a su alcance sería la última persona sospechosa de un robo... salvo para una investigadora de una compañía de seguros, quien mediante pocas pistas y mucho instinto se vuelca en su investigación contra Crown; el giro de interés está en que ella le confiesa a Crown su propósito y a partir de ahí empiezan una relación sentimental, siempre condicionada por el hecho de que él mantiene su coartada y ella busca cómo encarcelarle. Independientemente de que la película sea mejor o peor, los elementos que caracterizan el guión son la linealidad, con un único nivel narrativo (los personajes tienen poco profundidad psicológica, si bien es cierto que están claras sus motivaciones), la inmediatez de las acciones y la suficiente información proporcionada, sin dar más explicaciones de las necesarias. La película se mueve entre el romance y el cine “de espías”, en cuanto al tono adquirido, y juega al despiste a través de un protagonista misterioso tanto para los demás personajes como para los espectadores.

            Por su parte, el remake de McTiernan trata de ofrecer una nueva versión, con cambios determinantes en el guión y caras nuevas y bien escogidas (siempre que queramos consentir que Pierce Brosnan es el Steve McQueen de los noventa o, lo que es peor, Rene Russo la Face Dunaway de esos años); en cualquier caso, el principal punto de interés es el objeto: Crown ahora no robará un banco, sino un cuadro de Monet del Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York. La relación sentimental de los personajes se trata de intensificar, siendo en algunas partes del filme el motor principal del relato y con un sentimiento más evidenciado por parte de ella, del personaje de Rene Russo; Thomas Crown, por su parte, es un personaje con menos profundidad que en la antigua, de tal manera que muchas veces se focaliza la historia en ella antes que en él, quizá en un intento de hacer más misterioso aún al personaje de Brosnan. Con estos cambios, es posible que la idea de “dar un giro a su vida” o “tener una experiencia estimulante” cobra un sentido mayor, ya que robar un banco, por millonario que seas, te proporciona un dinero extra pero, ¿un cuadro? Una obra de arte te enriquecería el alma, en todo caso; no es un deseo materialista, lo cual es más coherente para el personaje de Thomas Crown, independientemente de que al final lo que busque sea emociones fuertes.

            Bajo esta plataforma y pasadas tres décadas, podemos atender a los aspectos estilísticos de la película de 1968 y el cambio de enfoque en este sentido de su remake. En los sesenta surgieron una serie de directores como Arthur Penn, Sidney Lumet, Sam Peckinpah, Richard Fleischer o Franklin J. Schaffner, que muchos se formaron en la televisión. Esto supuso una tendencia visual en las películas bastante representativa de la época, con técnicas propias de la ficción televisiva o los videoclips; en la película de Jewison es bastante latente todo esto, con el uso agresivo del zoom, la fusión rítmica entre música e imágenes y, sobretodo, la fragmentación de la pantalla, bien en varios planos que muestran distintas acciones, como el mismo plano repetido múltiples veces.


            De estas características principales, McTiernan solo mantiene una de ellas en su film: la fusión rítmica de música e imágenes. A parte, ofrece la novedad (no tan novedosa en su panorama contemporáneo) de la continuidad intensificada de la que habla Bordwell y que tanto rechazaría Bazin, esa tendencia que ha habido en Hollywood de acortar cada vez más la duración del plano para tener películas con una frecuencia de tomas que se ha multiplicado en las últimas décadas (con McTiernan como uno de los destacados en los ochenta y noventa, por cierto).

            Inevitablemente, el aspecto del film de 1999 cambia. McTiernan renuncia a la contemplación de los efectos de imagen propio de los sesenta para buscar, mediante el montaje y la continuidad, el efecto en el espectador. No es necesario recordar que John McTiernan ha sido retratado como un realizador que domina a la perfección los códigos cinematográficos para la narración, acoplándose a cada guión para buscar el plano y el ritmo de montaje óptimos. Y es en este aspecto en el que cambia la perspectiva de la obra de Jewison, un director que junto con las nuevas tendencias, ha ido en la misma dirección que la corriente, con la firma artística de cada década en sus películas.

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