HIMAR
R. AFONSO
Jesús
Monllaó Plana debuta en la gran pantalla con una prometedora
producción basada en la novela de Ignacio García-Valiño, una
película que pone su base en una cuestión bastante presente en
España y que ya abordó, desde otra perspectiva, en su cortometraje
Gloria
(2002), protagonizado por Joan Dalmau.
El
corto hablaba con cierta retórica del progresivo distanciamiento de
padres e hijos en el momento en que los primeros se van acercando al
fin de sus días, con todo
el deterioro que ello conlleva. Finalmente se convierte en una mirada
subjetiva del propio mundo de ese anciano incomprendido frente a la
conmoción de su hija, ya adulta y con responsabilidades, que se
siente tan alejada de su padre y que le cuesta tanto entenderle. Hijo
de Caín, por su
parte, plantea ese distanciamiento en otro momento: la adolescencia.
Digamos que se sirve de esta ambigua y poco concreta base, para
alejarse de ella tan pronto como pueda.
Lo
cierto es que desde los
primeros minutos se puede intuir sin demasiada lucidez que la
historia no va de un chico con problemas sociales
que necesita de un psicólogo moderno e involucrado que “se salta”
las normas para acceder (con asombrosa facilidad, dicho sea de paso)
al interior de ese complejo adolescente, ganándose su confianza en
menos de lo que tarda un perro en coger la pelota. Pero aunque no
vaya de eso, el personaje del psicólogo se construye con esa
“chispa” tan liberal y tan inverosímil. Lo
incomprensible de todo es el giro radical que toma la película en lo
que se refiere a la trama en términos de género, en un intento por
sorprender gratamente con un thriller de suspense que aparentaba, en
un principio, ser un drama familiar. Pues bien: la sorpresa no es
grata, ni mucho menos, y tampoco resulta impredecible dado el guión
de manual que
proponen, la falta de credibilidad de los diálogos y la cantidad de
sinsentidos que, se supone,
deben sostener la historia, como por ejemplo, la repentina
transformación del psicólogo en detective privado y la seguridad
que tenía el crío de que su malévolo y sofisticado engaño saldría
a la perfección, todo ello impulsado por unas motivaciones nada
claras (por supuesto, se recurre a la razón ventajista de que
estamos tratando con un psicópata). Más
allá del gran desatino de reducir la reflexión sobre la educación
y la sociabilidad a un asunto personal de competitividad
(decorado con tintes siniestros y con un panorama de vida posmoderna
y burguesa), diría que el
problema de base de Hijo
de Caín está en la
falta de ritmo y de trabajo puramente de dirección,
imprescindible para contar una historia y más cuando su guión
flaquea en todas sus capas. Un claro ejemplo es la poca fluidez de
los diálogos o las propias interpretaciones, más que forzadas,
incluso en José Coronado, que solo maquilla su trabajo con esa
mirada final con la que expresa todo.

Una
obra que no ha sido mal vendida, que tiene un punto de giro final
curioso, pero que se torna innecesaria e ingrata en todos los
sentidos.