Posted by : El día del Espectador junio 13, 2013


HIMAR R. AFONSO




Jesús Monllaó Plana debuta en la gran pantalla con una prometedora producción basada en la novela de Ignacio García-Valiño, una película que pone su base en una cuestión bastante presente en España y que ya abordó, desde otra perspectiva, en su cortometraje Gloria (2002), protagonizado por Joan Dalmau.

El corto hablaba con cierta retórica del progresivo distanciamiento de padres e hijos en el momento en que los primeros se van acercando al fin de sus días, con todo el deterioro que ello conlleva. Finalmente se convierte en una mirada subjetiva del propio mundo de ese anciano incomprendido frente a la conmoción de su hija, ya adulta y con responsabilidades, que se siente tan alejada de su padre y que le cuesta tanto entenderle. Hijo de Caín, por su parte, plantea ese distanciamiento en otro momento: la adolescencia. Digamos que se sirve de esta ambigua y poco concreta base, para alejarse de ella tan pronto como pueda.

Lo cierto es que desde los primeros minutos se puede intuir sin demasiada lucidez que la historia no va de un chico con problemas sociales que necesita de un psicólogo moderno e involucrado que “se salta” las normas para acceder (con asombrosa facilidad, dicho sea de paso) al interior de ese complejo adolescente, ganándose su confianza en menos de lo que tarda un perro en coger la pelota. Pero aunque no vaya de eso, el personaje del psicólogo se construye con esa “chispa” tan liberal y tan inverosímil. Lo incomprensible de todo es el giro radical que toma la película en lo que se refiere a la trama en términos de género, en un intento por sorprender gratamente con un thriller de suspense que aparentaba, en un principio, ser un drama familiar. Pues bien: la sorpresa no es grata, ni mucho menos, y tampoco resulta impredecible dado el guión de manual que proponen, la falta de credibilidad de los diálogos y la cantidad de sinsentidos que, se supone, deben sostener la historia, como por ejemplo, la repentina transformación del psicólogo en detective privado y la seguridad que tenía el crío de que su malévolo y sofisticado engaño saldría a la perfección, todo ello impulsado por unas motivaciones nada claras (por supuesto, se recurre a la razón ventajista de que estamos tratando con un psicópata). Más allá del gran desatino de reducir la reflexión sobre la educación y la sociabilidad a un asunto personal de competitividad (decorado con tintes siniestros y con un panorama de vida posmoderna y burguesa), diría que el problema de base de Hijo de Caín está en la falta de ritmo y de trabajo puramente de dirección, imprescindible para contar una historia y más cuando su guión flaquea en todas sus capas. Un claro ejemplo es la poca fluidez de los diálogos o las propias interpretaciones, más que forzadas, incluso en José Coronado, que solo maquilla su trabajo con esa mirada final con la que expresa todo.

Una obra que no ha sido mal vendida, que tiene un punto de giro final curioso, pero que se torna innecesaria e ingrata en todos los sentidos.

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